En los años ochenta, aumentó rápidamente el nivel de violencia del país. Por supuesto, esta tendencia sólo era en parte explicable por el trafico de drogas, pero no hay duda de que la ola de violencia que se extendió entre 1985 y 1991 estuvo en gran parte generada por él Los traficantes, con su amplia base de poder rural en áreas que lindaban con las de influencia guerrillera, fueron elemento central en las operaciones paramilitares que elevaron dramáticamente el número de homicidios y desapariciones desde 1985 en adelante. Al consolidar grupos armados permanentes, siguiendo el ejemplo de los esmeralderos, crearon unos ejércitos privados que eran mayoritariamente rurales.
Por su parte, Pablo Escobar logró consolidar en Medellín a mediados de la década bandas armadas que podían incluir unos 1500 hombres, cuando la fuerza policial de la ciudad tenía apenas 2500 agentes. La extensión en el uso de motocicletas, la dotación de las bandas con armas automáticas y ametralladoras, el uso de adolescentes como ejecutores de asesinatos por contrato, fueron todos resultado directo e inmediato del trafico de drogas en varias ciudades, pero sobre todo en Medellín. La violencia que resultó puede analizarse como una mezcla de criminalidad común y política, en la medida en que parte de ella buscaba influir o alterar la forma como funcionaba el Estado. El asesinato de candidatos políticos y jueces y los esfuerzos para destruir grupos sospechosos de mantener lazos estrechos con la guerrilla fueron algunas de las acciones de violencia política en las que desempeñaron los narcos papel esencial. Al mismo tiempo, los lazos ilegales pero frecuentes entre traficantes y miembros de bajo y medio nivel- y a veces también alto- del ejército y la policía tienen mucho que ver con la crisis de derechos humanos en Colombia y con la pérdida de credibilidad y eficacia de la fuerza pública.
Aunque el sistema colombiano de justicia había ya mostrado síntomas de crisis e ineficiencia desde los años cincuenta y sesenta, cuando resultó incapaz de confrontar los desafíos legales relacionados con la violencia política y las guerrillas, esto resultó todavía más evidente con el aumento de los crímenes relacionados con la droga. El sistema tradicional –apropiado para una sociedad de pequeñas ciudades y aldeas donde todo el mundo se conocía y donde había una baja tasa de criminalidad- no se adaptó fácilmente a las nuevas exigencias. Era ante todo un sistema judicial basado en el testimonio oral, con procedimientos muy formalistas y, teóricamente, con un alto nivel de protección de los derechos a un debido proceso por parte del acusado, que conocía todas las evidencias y los testigos en todos los momentos de la investigación. El crimen organizado, determinado a intimidar y sobornar a testigos y jueces y con los recursos para hacerlo, era inmune casi por definición a un sistema legal de esta clase. [20] La ausencia de cualquier tradición sólida de investigación policial técnica -los crímenes se han resuelto tradicionalmente sobre la base de confesiones y de evidencia testimonial, y hay grandes dificultades para admitir evidencia contradictoria o dudosa: el sistema judicial absuelve cuando hay dudas razonables sobre la culpabilidad de los acusados- garantiza la incapacidad de los sistemas de investigación policial contra los crímenes cometidos con una intención deliberada de ocultamiento.[21]
La corrupción, sin duda alguna, existía desde antes del auge del narcotráfico, pero los niveles tan elevados de los años recientes pueden explicarse fundamentalmente como una consecuencia de las oportunidades ofrecidas por la droga. El pago de elevados sobornos para mirar en otra dirección, la infiltración de los servicios de inteligencia y los contactos y apoyos mutuos en la lucha contra la guerrilla y sus aliados fueron elementos de un proceso que convirtió a importantes sectores dentro de la policía y el ejército en aliados de los traficantes de drogas, al mismo tiempo que otros sectores de estas instituciones se les oponían con firmeza. Las dificultades de la situación -el surgimiento de la desconfianza interna, los conflictos entre el sprit de corps y la necesidad de mantener la integridad y limpieza de las instituciones, entre la procuración por mantener la unidad y la imagen pública y los riesgos de infiltración -son obvias y presumibles pero por su misma naturaleza pueden imaginarse y demostrarse con dificultad. La policía, por su mayor actividad en las operaciones de control de drogas, estaba sujeta a mayores tentaciones y con frecuencia cayó en ellas; el ejército trató de mantener una distancia mayor, Ya desde 1979, varios oficiales de alto rango insistieron en distanciar al ejército de la lucha contra el tráfico para evitar riesgos de corrupción que afectarían su capacidad de luchar contra la guerrilla. Sin embargo, esto era imposible: el ejército participó en casi todas las operaciones importantes contra la droga y en tales casos, emergieron síntomas patentes de corrupción. Ejército y policía, amenazados por ello con el descrédito, respondieron con lo que podría llamarse una distinción metafísica entre la institución y sus miembros. No importaba que la policía fuera la institución colombiana con la mayor proporción de delincuentes y criminales en sus filas, y que cuando se desmantelan bandas de criminales, atracadores o secuestradores, con demasiada frecuencia surge evidencia de que gozaban de complicidad policial: siempre se recita la misma letanía: que la institución es perfecta y excelente, que sus éxitos son extraordinarios y su actividad merece la apreciación de los ciudadanos: son sus miembros los que pecan, cometen crímenes y son ineficientes. Mientras que el ejército y la policía como instituciones están fuera de toda sospecha sus miembros – ¿y como podría esperarse algo distinto? – muestran las mismas debilidades de sus compatriotas.
El tráfico de drogas produce una crisis profunda en la legitimidad estatal. Su influencia intensificó un respeto ya en disminución por las normas legales y la desaparición gradual del sentimiento de obligación de respeto y obediencia a la ley. Los aumentos en la corrupción, la crisis del sistema judicial y la apelación creciente a las soluciones privadas, violentas con frecuencia, a los conflictos, fueron otro de sus efectos.
Al nivel nacional, los intentos más abiertos de influencia tropezaron con la oposición de los dirigentes del país y casi siempre se bloquearon. Sin embargo, es clara la habilidad de los traficantes para infiltrar y presionar grandes sectores del Congreso y de las autoridades municipales y locales. Es “influencia” más bien que control integral y merece una descripción algo más detallada. Muchos traficantes se convirtieron en importantes autoridades de facto en la política regional. Sus propiedades, sus riquezas y operaciones influyen sobre miles de personas, y sus recursos ayudan a financiar las campañas electorales. Así, un número substancial de políticos locales se convirtieron en una especie de clientela política de los traficantes. En zonas como Cali, las principales figuras de los carteles se mantuvieron alejadas de la actividad política directa, pero desde finales de los setenta mantuvieron estrechas relaciones con un grupo muy amplió y diverso de políticos de ambos partidos, aunque siempre un con una influencia algo mayor sobre el partido liberal que sobre el conservador.
En regiones como la costa atlántica y los nuevos territorios nacionales, donde la política se encontraba más abierta a nuevos participantes, y el tráfico menos monopolizado, la combinación de actividades fue más frecuente, y no ha sido extraño descubrir a políticos dedicados al tráfico mismo o a sus actividades conexas, mientras que otros triunfaban por el apoyo de los traficantes. En 1981 y 1982, en Medellín y el Quindío, Pablo Escobar y Carlos Lehder intentaron participar directamente en la política. Escobar buscó representar al liberalismo e intentó al comienzo, sin ser aceptado, afiliarse al movimiento de Luis Carlos Galán, que se oponía con firmeza al narcotráfico. A pesar de esto, logró hacerse elegir a la Cámara de Representantes, a la que asistió brevemente. Lehder se orientó rápidamente hacia la formación de un movimiento político propio, sin mayores posibilidades de atraer un seguimiento significativo, basado en una mezcla confusa de ideas populistas y autoritarias. Ambos traficantes parecen haber estado motivados al menos en parte por las posibilidades de inmunidad ofrecidas por el status parlamentario, pero sus cálculos acerca de los efectos políticos resultaron inexactos. Aunque los dirigentes políticos regionales no se oponían a aceptar el dinero de los narcos e incluso mantenían relaciones amistosas y de apoyo con ellos, preferían no tener que soportar la presión y la compañía diaria en el Congreso de traficantes conocidos y muy poderosos, y miraron estos intentos con aprehensión más bien que con simpatía. El llamamiento a juicio a Escobar obligó a la Cámara de Representantes a retirarle la inmunidad, en un momento en que la presión de la lucha contra la droga estaba aumentando, con lo que terminó su carrera política abierta y comenzó su vida como un fugitivo de la justicia.
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